Chile, 11 de septiembre de 1973
Poco antes de la primavera, era una agradable mañana, un día de trabajo en Santiago. Como de costumbre, el autobús que pasaba por mi apartamento estaba lleno hasta las agallas, pero hoy se sobrepasó. Algunos de los pasajeros más audaces iban parados sobre el parachoques, sosteniéndose con los brazos tendidos como águilas. Parecía que la huelga de camioneros y propietarios de autobuses en protesta a las políticas del presidente socialista Salvador Allende había hecho que mi viaje al centro de la ciudad empeorara aún más.
Sin un autobús que tomar, me fui a pie hacia la Universidad de Chile, donde había trabajado hace dos meses como becario de intercambio en un programa de música de la Universidad de California. Pronto sentí, sin embargo, que algo más estaba pasando. Los automóviles andaban más rápido de lo normal, muchos se alejaban en vez de ir hacia el centro de la ciudad. Cuando llegué al perímetro del centro, vi carabineros uniformados, la policía nacional. Habían bloqueado las calles. La gente huía del centro de la ciudad. A lo lejos oía estallar y retumbar, cada vez más fuerte. Era un tiroteo de calibre pequeño y grande. Me di vuelta y me dirigí a casa.
El infame golpe de estado liderado por el general del ejército Augusto Pinochet había comenzado. En la caminata apresurada hacia mi departamento, pasé junto a pequeños grupos de campesinos que se dirigían hacia el centro de la ciudad. Más tarde supe que muchos de ellos estaban en camino a defender al presidente Allende, a quien veían como un campeón de personas privadas de derechos como ellos. Muchos de ellos morirían.
Desde la ventana de mi apartamento en el tercer piso, vi las avionetas Hawker Hunter disparar misiles en el área del centro, donde estaba el palacio presidencial, La Moneda. En la calle, carabineros y militares estaban por todos lados. La gente corría a la panadería de la esquina para comprar comida, cualquier cosa que pudieran encontrar. Las estaciones de televisión mostraban las mismas imágenes una y otra vez, evidencia de la muerte de Allende, un rifle de asalto AK-47 en su casa con una amistosa inscripción de Fidel Castro, y soldados apuntando a paquetes de dinero estadounidense supuestamente encontrados en el refrigerador del presidente. Los militares declararon un toque de queda de veinticuatro horas.
En los días y las semanas siguientes, los carabineros y militares quemaron en las calles grandes cantidades de libros confiscados, algunos de los cuales el gobierno socialista había subvencionado en apoyo de su causa. Conocidos de izquierda usaron mi apartamento como lugar de reunión antes de que se lanzaran a la embajada mexicana, que ofrecía asilo político. Oculté mi propio montón de discos de grupos musicales de tendencia izquierdista como Quilapayún e Inti-Illimani en el ático de una casa en la ciudad costera de Viña del Mar.
Mi beca Convenio Chile-California me había llevado a Chile para impartir un curso y realizar investigación musical en el campo. Parecía una gran oportunidad, ya que Chile, un país largo y angosto que es el equivalente sudamericano de la zona costera que se extiende aproximadamente desde Alaska hasta Acapulco (2.653 millas), era rico en tradiciones culturales regionales e indígenas. También se convirtió en una oportunidad (inesperada) de aprender algo sobre política. Chile, normalmente un país estable, había caído en tiempos difíciles cuando el régimen socialista de Allende buscaba redistribuir la riqueza de una oligarquía atrincherada.
Me habían dado un escritorio ubicado entre dos miembros de la facultad que estaban en conflicto- uno de ellos era comunista, el otro era un maestro de la academia militar y partidario del grupo conservador Patria y Libertad. Su amarga rivalidad no era inusual para los tiempos. La gente a menudo hablaba de cómo cada organización cívica hasta la liga de bienestar de animales estaba dividida por la política nacional. Para mí, esto fue principalmente una inconveniencia, hasta el 11 de septiembre, cuando la inconveniencia se convirtió en anarquía y gran ansiedad.
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Me concentré en la investigación. Fui puesto bajo el ala del renombrado folclorista chileno Manuel Dannemann, ayudándolo a documentar música y folclor para su ambicioso Atlas del Folklore Chileno. Nuestro primer viaje de campo nos llevó a los altos Andes, al pueblo norteño de Pachama, cerca de la frontera boliviana. Nuestro propósito fue documentar una fiesta del santo patrón aymara, con su música, comida, rituales religiosos y cultura material. El avión partió con dos días de atraso hacia la ciudad de Arica en el extremo norte de Chile, ya que las cosas eran caóticas en Santiago. Una vez que aterrizamos, Manuel usó sus credenciales oficiales para reclutar una ambulancia de la Cruz Roja para llevarnos a Pachama por caminos rocosos y deslavados. La altitud de dos millas de altura y el terreno seco afectó a varios en nuestro grupo. Alguien se desmayó, otros sufrieron náuseas después de comer nuestro almuerzo de cordero asado. La fiesta contó con alrededor de cien festejantes.
Como etnomusicólogo, me sentí emocionado y privilegiado. Tenía una grabadora Nagra de primer orden que me había prestado la Universidad de California en Los Ángeles, una cámara y mucha música de tarka (flauta) y bombo (tambor) y canciones para grabar. La gente de habla aymara bailaba con alegre música de huayno y me jalaba al jolgorio. El pueblo no se había escapado de la política nacional. Durante un descanso, un hombre local se acercó sigilosamente a mí. Me preguntó de dónde era y si la grabadora era mía. Le expliqué que era de los Estados Unidos y que la grabadora estaba en préstamo de mi universidad. Hizo una pausa para considerar lo que había dicho y luego respondió: “Soy comunista. Un hombre de la Alemania Oriental [comunista] estuvo aquí hace un tiempo, y su grabadora era más grande que su grabadora”. Aprecié la cortesía de su insinuación así que le agradecí la interesante información y volví a mi labor de grabación y fotografía.
Inmediatamente después de ese viaje continuamos con una visita por el día a San José, Algarrobo, en la costa central chilena. El sitio era sorprendentemente similar a la costa central de California, completa con amapolas de California, y me sentí en casa. Un amigo, Raúl Cuevas, a quien había conocido en la ciudad vecina de Valparaíso, era camarógrafo de televisión y se ofreció a acompañarnos y filmar nuestro trabajo. Me dijo que filmar en el campo sería un cambio positivo a filmar protestas políticas, políticos y artefactos explosivos sin detonar en las calles de Valparaíso.
Una vez allí, Manuel nos presentó a una pareja de agricultores de arvejas, Eufrasia Ugarte y Benito Aranda. Eufrasia tocó el acordeón de botón y cantó, y Benito le acompañó con la percusión. Para prepararse, Benito probó varias cajas de madera usadas para clasificar las arvejas cosechadas, golpeando cada una con sus dedos hasta que encontró una con el sonido que le gustaba. Tocaron una tonada (canción) y su interpretación de una cueca, apodada la danza folclórica nacional de Chile, con muchas variantes regionales. Luego les toqué la grabación, y los dos bailaron la cueca con su propia música, con la cámara rodando.
En los meses posteriores al golpe miltar y su aplicación estricta del toque de queda nocturno a las 8 p.m., el trabajo de campo se volvió más desafiante, al igual que muchos otros aspectos de la vida. El régimen militar cerró la universidad. El gobierno detuvo y torturó a incontables supuestos simpatizantes de Allende. Un amable anciano que trabajaba como contador en el pequeño pueblo de Quilpué me contó que los soldados lo llevaron a Valparaíso, donde le pusieron una capucha en la cabeza y lo golpearon con mangueras de goma.
Raúl, un partidario abierto de la agenda socialista, sin embargo, se unió a nosotros para filmar una celebración patriótica rural producida en cooperación con los militares. Celebrado en un estadio para rodeos, se inauguró con pompa y ceremonia patriótica y presentó a Los Huasos Quincheros, el grupo musical de intérpretes populares más famoso del país aliado con la política conservadora y partidarios de la toma del poder militar.
El aspecto ceremonial del evento estuvo marcado por un conjunto de chinos, una hermandad ritual que bailó en devoción a la Virgen María, acompañándose con flautas de un solo tono, un tambor de origen precolombino y cantando versos religiosos. (En 2014, la UNESCO declararía esta tradición del baile chino como una parte importante del Patrimonio Cultural Inmaterial del Mundo, una de las dos únicas tradiciones chilenas incluidas a partir de 2018). Segmentos de la filmación en blanco y negro de Raúl acompañan este artículo. Tristemente, poco después de esta excursión, Raúl fue detenido para ser interrogado por los militares y decidió exiliarse para evitar la tortura, el encarcelamiento o incluso su “desaparición”, todos los cuales eran un hecho de la vida de aquellos tiempos. Sin embargo, Los Huasos Quincheros seguirían apoyando al régimen de Pinochet hasta el referéndum del plebiscito de 1988 que puso fin a la dictadura de Pinochet y devolvió el país a la democracia.
Manuel y yo perseveramos lo mejor que pudimos, haciendo excursiones cortas de día para documentar a los músicos. Su tenaz determinación de capturar, preservar y hacer pública la brillantez creativa del pueblo chileno frente a la adversidad me inspiraría la vida. Una de nuestras incursiones más memorables nos llevó a la pequeña comunidad de Pirque, sede de una extraordinaria tradición musical, canto a lo poeta. El músico ciego Santos Rubio y su amigo Manuel Saavedra se acompañaban con el guitarrón, una abultada guitarra de veinticinco cuerdas. Era musicalmente fascinante.
Las cuerdas de metal de la guitarra se agrupan de a cinco, con la excepción de cuatro cuerdas diablito ubicadas fuera del diapasón, que resonaban junto a las cuerdas punteadas. El canto anhelante estaba organizado en décimas (estrofas de diez líneas), una costumbre adaptada de la tradición española en la época colonial. El repertorio se dividía cuidadosamente en el canto a lo sagrado (a lo divino) y lo secular (a lo humano). El sonido no se parecía a ninguna música que yo habia escuchado- era inquietante, hermosa e inolvidable.
Aprendí mucho durante mis diez meses en Chile, y no solo sobre música. El contraste entre la belleza y la brutalidad de la que las personas son capaces era ineludible. El poder social que la gente invierte en la música se volvió una parte permanente de mi pensamiento. En el tiempo posterior al golpe, se sintió la marcada ausencia de la música del movimiento de la Nueva Canción. Los músicos urbanos habían tomado la música tradicional rural y la transformaron en expresiones inspiradoras clamando por la dignidad humana, la igualdad y la compasión. El régimen militar lo prohibió, y desapareció por completo del paisaje sonoro público chileno. De la noche a la mañana, los lugares de peñas—sitios para los músicos y fanáticos de la Nueva Canción—se convirtieron en algo del pasado. Era arriesgado tocar o incluso poseer instrumentos como la quena o el charango por su asociación con el movimiento socialista.
Décadas más tarde, mientras hacía trabajo de campo con los refugiados políticos chilenos en el área de San Francisco, California, tuve la oportunidad de entrevistar a aquellos artistas que fueron expulsados de la vida chilena. El preso político y refugiado Héctor Salgado, miembro del conjunto Grupo Raíz, me habló sobre sus experiencias y el rol político de la música en una entrevista publicada por Smithsonian Folkways en 2007: “Fue un momento muy traumático en Chile, y mucha gente fue encárcelada. Un millón de chilenos abandonaron Chile. Fue inconcebible. Quiero decir, nunca pensamos que algo así ocurriría en Chile, que tus propias fuerzas armadas, tus propios hermanos y hermanas, te reprimirían”.
Aprendí de mi tiempo en Chile cómo lo inconcebible puede volverse real. Aprendí que mi trabajo tiene valor, que las tradiciones “ordinarias,” a las que me gustaría dedicar mi vida para mantener, nos unen y sirven como contrapeso a la incivilidad y el caos. Para mí, el valor de esta lección perdura hasta el día de hoy, incluso en la sociedad estadounidense.
También existe el potencial de la música para la curación colectiva. En un video de Folkways del 2014, motivado por la experiencia brutal sufrida por su colega del Grupo Raíz Quique Cruz, Rafael Manríquez habla sobre el punto de vista de las víctimas chilenas en su canción “Tonada de gris silencio,” presentada en su álbum de 2008 ¡Que Viva el Canto!: Canciones de Chile. Casi medio siglo después, los chilenos continúan lidiando con su pasado para construir un futuro positivo, y la música ayuda en este proceso. El estribillo de “Tonada de gris silencio” captura los sentimientos disonantes:
Hay amor, hay dolor.
Hay las risas que florecieron.
Hay recuerdos sin fin, por aquellos que no volvieron.
Daniel Sheehy es director y curador emérito de Smithsonian Folkways Recordings.