Entre otras muchas cosas, Antognioni Brunhoso es un artista. Vive en el interior de una antigua fábrica textil a las afueras de Sant Esteve d’en Bas con su pareja Ernie, su gata María y su perro Lingo.
«Se ha ganado a todo el pueblo», me dijo su joven vecino; y luego me habló de la singularidad de su casa, del color de su piel, de que había venido de muy lejos, de los peces de sus pinturas… Puede que la razón principal de querer entrevistarlo y saber más de él fuese mi creciente fascinación por la rareza de un personaje que ya se había asentado en mi imaginación mucho antes de conocerlo.
El día de la entrevista me invitó a su casa, un espacio reconstruido enteramente con cañas y palés, un lugar que, a ojos de cualquier forastero, parecería sacado de un cuento o, como él mismo dice, de una dimensión distinta, y que, sin embargo, forma parte del pueblo igual que las tradicionales masías o los campos de cultivo y el ganado que lo rodean.
«Cuando llegué no había nada, era solo espacio vacío», me cuenta. «En este tipo de construcción ya tengo experiencia, me encanta vivir así, ¡cuando tengo un apartamento hago lo mismo! No consigo no hacerlo, es difícil, parece que no tienes vida propia».
Antognioni ha vivido en Sant Esteve d’en Bas desde 2016, pero nació en Angola. Fue allí donde vivió toda su infancia y parte de su adolescencia hasta los dieciséis años. Luego se mudó a Lisboa, tierra natal de su padre, donde permaneció diez años y cursó sus estudios de arte. Al igual que él, tres millones más de angoleños emigraron a Portugal en busca de una nueva vida lejos del conflicto armado que se prolongó en el país durante casi tres décadas, primero con la guerra colonial e, inmediatamente después de la proclamación de independencia de 1975, con una larga e intensa guerra civil.
A los veintiocho años se trasladó a Ámsterdam, «ciudad de la innovación y el neón», como él la describe. «No tiene nada para una persona con espíritu natural como yo». Pese a ello, en Ámsterdam formó una familia y, gracias a su empeño y a los consejos de numerosos pintores, músicos, poetas y otros profesionales experimentados que allí conoció, logró consolidar su propio estilo artístico.
Le pregunto cómo ha terminado aquí después de una vida llena de cambios de rumbo como la que lleva a sus espaldas, y me responde que llega un punto en el que cree que puede estar donde quiera. «Aquí lo encontré todo. El amor que tienen por mí... y yo, que tengo el doble por ellos».
«Traigo colores y nada más, simpatía y conocimiento. No vengo a buscar formación, no vengo a quitarle el trabajo a nadie, ¿me entiendes? Hablo con todos con la misma intensidad y no tengo un amigo mejor que otro. La pintura es la clave de la aceptación que tengo en el pueblo. Es porque soy pintor, ya me he dado cuenta. Un pintor tiene un carácter, una forma de ser, y eso parece que es positivo».
Escucho su relato sobre cómo cuarenta años después de dejar Angola decidió volver por primera vez a su tierra natal y visitar su antigua casa, aunque poco quedaba ya de la ciudad de arquitectura portuguesa que él conoció, ahora llena de edificios y consumida por el mercado internacional.
Antognioni confiesa: «Yo, que dibujo muchos peces, me sentí como un pez fuera del agua». Si hoy le preguntaran en qué pueblo se siente en casa, no lo dudaría: «Diría que en Sant Esteve, porque soy de donde estoy».
Aunque reconoce que no han sido pocas las veces que a lo largo de su vida ha sido objeto de los prejuicios que la gente ha proyectado sobre él, insiste en que no se preocupa demasiado por algo que —está convencido— no es más que fruto de la inocencia y el desconocimiento. «Los prejuicios solo conducen a errores. Como estamos acostumbrados a guiarnos por los prejuicios, una vez que te das cuenta de que las cosas no son como creías, te confundes. Creo que la misión principal de un artista es alejar los prejuicios con palabras y ejemplos».
Me cuenta con más profundidad acerca de su arte y del vínculo que ha logrado establecer con el pueblo a través de él. Un amigo le dio la idea de pintar en el bar de la piscina para empezar a entablar relación con la gente y aportar algo de «su energía» al pueblo. Pintó las paredes del bar de la piscina y también la cristalera del bar L’estrada, ambos considerados los principales espacios de encuentro en Sant Esteve. Lo hizo a su manera, como lo hace siempre, llenándolo todo de peces de colores.
«Mi amigo me decía: “La gente hablará, de eso no hay duda [...]”», recuerda. «Y los niños, cuando ven el mural en la piscina gritan: “¡Mamá, mamá, mira cuántos peces!”».
Dice que su arte es simple, que no tiene que explicarse: «Somos pintores, no somos “explicadores” de las cosas». Él siempre ha pintado, pero lo considera una «enfermedad».
«Algunos hablan de cocaína o heroína... Yo miro los colores, el pigmento... y tengo que pintar. Si no, lleno mi cabeza de lo que podría estar en el papel. Después del papel, la gente ya lo puede mirar y yo quedo libre de ideas. Yo, una pintura, la tengo que materializar. [...] Aquí, en Sant Esteve, me dicen «¡Eh, Antognioni! Aquí las vacas son blancas y negras, ¿eh? Píntalo todo, pero no pintes las vacas”».
Antognioni dice que, para un pintor como él, ser artista es un estado mental en el que la neutralidad y la honestidad son importantísimas.
«Exactamente. Ser honesto. La vida es una interpretación de lo que dices; si mientes mucho no eres una persona auténtica. Esta es la verdad. Es como desnudarse, dar lo poco que tienes, como yo con los peces. Cuando eres buen pintor y pintas de corazón, no piensas, pintas. Como un niño, pintas y ya está. [...] La gente quiere comprar cosas, pero es difícil comprar el corazón de un pintor, muy difícil».
Al fin me atrevo a preguntarle qué significa para él pintar peces:
«Es una expresión y una confirmación como pintor», dice haciéndome gestos para que me fije en las distintas pinturas que cuelgan en las paredes y que se acumulan en el suelo. «El pez da vueltas y hace caras, hace mujeres, contornos de personas, situaciones... No te das cuenta y los peces hacen cosas».
También me dice, de nuevo entre risas, que tarde o temprano todos sus amigos terminan con un pez entre sus manos.
Clara Soler Sueiro es graduada en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Barcelona. Formó parte del equipo que llevó a cabo el proyecto de sostenibilidad cultural en la Vall d’en Bas en el 2019.